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 Harper LeeMatar a un ruiseño
con nadie, y menos con él. –¿Es usted el padre de Mayella Ewell? –le preguntó a continuación.La respuesta consitió en un: –Vaya, si no lo soy, ya no puedo tomar medidas sobre el asunto: su madre ha muerto.El juez Taylor se agitó. Volvióse lentamente en su sillón giratorio y dirigió una mirada benignaal testigo. –¿Es usted el padre de Mayella Ewell? –preguntó de un modo que hizo que, abajo, las risas parasen súbitamente. –Sí, señor –dijo míster Ewell, con aire manso.El juez Taylor prosiguió con su acento de benevolencia. –¿Es ésta la primera vez que se encuentra ante un Tribunal? No recuerdo haberle visto nuncaaquí –y ante el cabezazo afirmativo del testigo, continuó–: Vamos a dejar una cosa bien sentada.Mientras yo esté sentado aquí no habrá en esta sala ninguna nueva especulación obscena sobreningún tema. ¿Queda entendido?Míster Ewell movió la cabeza afirmativamente, pero no creo que le entendiese. El juez Taylor dijo con un suspiro: –¿Quiere seguir, míster Gilmer? –Gracias, señor. Míster Ewell, ¿querría contarnos, por favor, con sus propias palabras, qué pasóel anochecer del veintiuno de Noviembre?Jem sonrió y se echó el cabello atrás. “Con sus propias palabras” era la marca de fábrica demíster Gilmer. Nosotros nos preguntábamos a menudo, de quién temía que fuesen las palabras queel testigo podía emplear. –Pues la noche del veintiuno de noviembre, yo venía del bosque con una carga de leña y, apenashabía llegado a la valla, cuando oí a Mayella chillando dentro de la casa como un cerdo apaleado...Aquí, el juez Taylor miró vivamente al testigo y decidió, sin duda, que sus especulacionesestaban desprovistas de mala intención, porque se apaciguó y volvió a tomar un aire somnoliento. –¿Qué hora era, míster Ewell? –Momentos antes de ponerse el sol. Bien, iba diciendo que Mayella chillaba como para sacar aJesús de... –otra mirada de la presidencia hizo callar a míster Ewell. –¿Si? ¿Gritaba? –preguntó mister Gilmer.Míster Eweli miró confuso al juez. –Sí, y como Mayella armaba aquel condenado alboroto, dejé caer la carga y corrí cuanto pude, pero me enredé en la valla y, cuando pude soltarme corrí hacia la ventana y vi... –la cara de míster Ewell se puso escarlata. Levantando el índice, señal Tom Robinson–, ¡...vi aquel negro de allámaltratando a mi Mayella!La sala del Tribunal del juez Taylor era tan tranquila que pocas ocasiones tenía él que utilizar elmazo, pero ahora estuvo golpeando la mesa cinco minutos largos. Atticus estaba junto al asientodiciéndole algo; míster Heck Tate, en su calidad de primer oficial del condado, se plantó en mediodel pasillo para apaciguar a la atestada sala. Detrás de nosotros, la gente de color dejó oír unsofocado gruñido de enojo.El reverendo Sykes se inclinó por encima de mí y de Dill para tirar del codo a Jem.
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 –Míster Jem –dijo–, será mejor que lleve a miss Jean Louise a casa. ¿Me oye?, míster Jem?Jem volvió la cabeza. –Scout, vete a casa. Dill, tú y Scout marchaos a casa. –Primero tienes que obligarme –contesté, recordando la bendita sentencia de Atticus.Jem me miró frunciendo el ceño con furor, luego, le dijo al verendo Sykes: –Creo que es igual, reverendo; Scout no lo entiende.Yo me sentí mortalmente ofendida. –Sí que lo entiendo, y muy bien. –Bah, cállate. No lo entiende, reverendo; todavía no tiene nueve años.Los negros ojos del reverendo Sykes manifestaban ansiedad. –¿Sabe mister Finch que estáis aquí? Esto no es adecuado para mis Jean Louise, ni para ustedes,muchachos.Jem movió la cabeza. –Aquí tan lejos no puede vernos. No hay inconveniente, reverendo.Comprendí que Jem ganaría, porque ahora nada le convencería de marcharse. Dill y yoestábamos a salvo, por un rato... Desde donde se hallaba, Atticus podía vernos, si miraba en nuestradirección.Mientras el juez Taylor daba con el mazo, mister Ewell inspeccionaba su obra, cómodamenteinstalado en el sillón de los testigos. Con una sola frase había convertido a un grupo alegre que salióde merienda en una turba tensa, murmurante, hipnotizada poco a poco por los golpes del mazo, que perdían intensidad, hasta que el único sonido que se oyó en la sala fue un débil pinc-pinc-pinc. Lomismo que si el juez hubiese golpeado la mesa con un lápiz.Dueño una vez más de la sala, el juez Taylor se recostó en el sillón. De pronto se le vio cansado;su edad se manifestaba, y yo me acordé de lo que había dicho Atticus: él y mistress Taylor no se besaban mucho; debía de acercarse a los setenta años. –Se ha presentado la petición de que despejemos esta sala de espectadores –dijo entonces–, o almenos de mujeres y niños; una petición que por ahora será denegada. Por lo general, la gente ve loque desea ver y oye lo que desea escuchar, y tiene el derecho de someter a sus hijos a ello; pero puedo asegurarles una cosa: o reciben ustedes lo que vean y oigan en silencio, o abandonarán lasala; aunque no la abandonarán hasta que todo ese hormiguero humano se presente ante mí acusadode desacato. Míster Ewell, usted mantendrá su declaración dentro de los limites del lenguaje inglésy cristiano, si es posible. Continué, míster Gilmer.Mister Ewell me hacía pensar en un sordomudo. Estaba segura de que no había oído nunca las palabras que el juez Taylor le dirigió –su boca las configuraba trabajosamente en silencio–, pero sucara revelaba que las consideraba importantes. De ella desapareció la complacencia, substituida por una terca seriedad que no engañó al juez; todo el rato que míster Ewell continuó en el estrado, el juez tuvo los ojos fijos en él, como si lo desafiara a dar un paso en falso.Míster Gilmer y Atticus se miraron. Atticus se había sentado de nuevo, su puño descansaba en lamejilla; no podíamos verle la cara. Míster Gilmer tenía una expresión más bien desesperada.Una pregunta del juez Taylor le sosegó. –Míster Ewell, ¿vio usted al acusado teniendo relación sexual con su hija?
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 –Sí, señor, lo vi.Los espectadores guardaron silencio, pero el acusado dijo algo. Atticus le susurró unas palabras,y Tom Robinson se calló. –¿Dice usted que estaba junto a la ventana? –preguntó míster Gilmer. –Sí, señor. –¿A qué distancia queda del suelo? –A unos tres pies. –¿Veía bien todo el cuarto? –Sí, señor. –¿Qué aspecto tenía? –Estaba todo revuelto, lo mismo que si hubiera tenido lugar una pelea. –¿Qué hizo usted cuando vio al acusado? –Corrí a dar la vuelta a la casa para entrar, pero él salió corriendo unos momentos antes de queyo llegase a la puerta. Vi quién era, perfectamente. Yo estaba demasiado alarmado, pensando enMayella, para perseguirle. Entré corriendo en la casa y la encontré tendida en el suelo gimiendo... –Entonces, ¿qué hizo usted? –Fui a buscar a Tate, corriendo todo lo que pude. Sabía quien era, sin lugar a dudas, vivía alláabajo en aquel avispero de negros, y todos los días pasaba por delante de casa. Juez, desde hacequince años pido al condado que limpie aquella madriguera; son un peligro para el que vive por lascercanías, además de que desvalorizan mi propiedad... –Gracias, míster Ewell –dijo precipitadamente míster Gilmer.El testigo descendió a toda prisa del estrado y topó de manos a boca con Atticus, que se habíalevantado para interrogarle. El juez Taylor permitió que la sala soltase la carcajada. –Un minuto nada más, señor –dijo Atticus del mejor talante–. ¿Puedo hacerle un par de preguntas?Mister Ewell retrocedió hasta la silla de los testigos, se acomodó y dirigió a Atticus una miradade vivo recelo; expresión corriente entre los testigos del Condado de Maycomb cuando seenfrentaban con el abogado de la parte contraria. –Míster Ewell –empezó Atticus–, la gente corrió mucho aquella noche. Veamos, usted corrióhacia la casa, corrió hacia la ventana, entró en la casa corriendo, corrió adonde estaba Mayella,corrió a buscar a míster Tate. Durante todas esas carreras, no corrió a buscar a un médico? –No había necesidad. Yo había visto lo ocurrido. –Pero hay una cosa que no entiendo –dijo Atticus–. ¿No le preocupaba a usted el estado deMayella? –Mucho me preocupaba –respondió míster Ewell–. Había visto al autor del mal. –No, me refiero a su estado físico. ¿No se le ocurrió que la naturaleza de sus lesiones requeríacuidados médicos inmediatos? –¿Qué? –¿No consideró que debía contar con un médico inmediatamente?
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El testigo contestó que no se le había ocurrido; en toda la vida jamás había llamado a un médico para ninguno de los suyos, y si lo hubiese llamado le habría costado cinco dólares. –¿Eso es todo? –terminó preguntando. –Todavía no –contestó Atticus con naturalidad–. Mister Ewell, usted ha oído la declaración delsheriff ¿verdad? –¿A qué viene eso? –Usted estaba en la sala cuando míster Heck Tate ocupaba el estrado, ¿no es cierto? Usted haoído todo lo que él ha dicho, ¿verdad?Míster Ewell consideró la cuestión con todo cuidado y pareció decidir que la pregunta noencerraba peligro. –Sí –contestó. –¿Está de acuerdo con la descripción que nos ha hecho de las lesiones de Mayella? –¿Qué significa eso?Atticus miró a su alrededor, y míster Gilmer sonrió. Míster Ewell pareció determinado a no permitir que la defensa pasara un rato agradable. –Míster Tate ha declarado que la hija de usted tenía el ojo derecho morado, que la habíangolpeado en... –Ah, sí–declaró el testigo–. Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Tate. –¿De verdad? –preguntó Atticus afablemente–. Sólo quiero estar bien seguro –entonces seacercó al escribiente, le dijo algo, y el otro nos entretuvo unos minutos leyendo la declaración deMíster Tate como si se tratara de datos del mercado de Bolsa: –... un ojo amoratado, era el izquierdo, ah si, con esto resulta que era el ojo derecho de la chica,sí era su ojo derecho, míster Finch; ahora lo recuerdo, tenía aquel lado –aquí volvió la página– de lacara hinchado. Sheriff repita por favor, lo que ha dicho. He dicho que era su ojo derecho... –Gracias, Bert –dijo Atticus–. La ha oído una vez más, míster Ewell. ¿Tiene algo que añadir?¿Está de acuerdo con el sheriff? –De acuerdo con Tate. Tenía el ojo morado y la habían apaleado de lo lindo.El hombrecito parecía haber olvidado la humillación que anteriormente le había hecho sufrir la presidencia. Empezaba a notarse con toda claridad que consideraba a Atticus un adversario fácil.Parecía ponerse encarnado de nuevo; hinchaba el pecho y se convertía una vez más en un gallito de pelea de rojas plumas. –Míster Ewell, ¿usted sabe leer y escribir?Mister Gilmer interrumpió: –Protesto –dijo–. No sé ver qué relación tiene con el caso la instrucción del testigo; esirrelevante, sin trascendencia.El juez Taylor se disponía a decir algo, pero Atticus se adelantó: –Señor juez, si autoriza la pregunta y otra más, pronto lo verá. –Está bien, veamos –contestó el juez Taylor–, pero asegúrese de que lo veamos, Atticus.Denegada la protesta.Míster Gilmer parecía tan curioso como todos los demás ver qué relación tenía el estado cultural
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    Increible este cuento, la verdad es que mantiene mi atencion al 100%... sugerencia: ortografia.
    Mary Davila6 months ago
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    que historia o novela tan interesante y divertida. sol mejoren un poquito la ortografia y sera perfecto..!!! Es un libro super interesante y lleno de muchas aventuras.. espero que muchas personas lo lean ya que es una gran novela...
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